Wednesday, May 27, 2009

Un peón puede salvar a la Dama.

Helianna abrió las cortinas, dejando al sol inundar la recámara.
Miró el bulto que seguía inmóvil en la cama, y sin hacer el menor ruido, salió del cuarto.
Espero un par de minutos, mientras seguía cosiendo, se escucho un chillido proveniente de la recámara.
-¡Eeeeeeeeeeeiiiiiiihhh!
Puso el vestido en su silla, y abrió la puerta.

En la cama, una adolescente apenas vestida agarraba aire, dispuesta a dejar salir otro chillido.
-¿Sucede algo, señorita?-Dijo Heliana, tratando de sonar sorprendida:
Desde el lecho, dos ojos verdes trataron de fulminar a la doncella.
-¿Y mi desayuno, Heli?
La doncella se inclino y cerró la puerta detrás de ella.

Lucrecia se volvió a arropar entre las sabanas, tratando de mantener la luz del sol lejos. Seguía pensando en que hoy era un día importante, pero no recordaba porque.
Helianna entro otra vez al cuarto. Depositó la charola en la cama, y Lucrecia se enderezó.
-¿Que se va a poner hoy, señorita?
-No sé. Quizá el vestido azul, o el verde claro que resalta mi ojos.
-¿No preferiría el amarillo? Este año casi no lo ha usado.
-No. Tengo ganas de usar algo que combine con mis ojos.
Diligentemente, la doncella empezó a revisar el vestido por costuras flojas, hilos sueltos o cualquier detalle. Lucrecia era muy vanidosa, y no toleraba ningún error en lo que a su ropa se refería.
Después de terminar su desayuno, la joven noble se levanto de la cama.
-Deja ese vestido. Dame el corsé, muchacha.



Carmella Grimaldi estaba a punto de enviar a una de las doncellas a despertar a su malcriada heredera, cuando oyó los pasos sobre la escalera.



Con pasos medidos y estudiados, su hija descendía del piso superior. Alta para su edad, ya había terminado de crecer. A los quince años tenía la figura voluptuosa de las grimaldi, pero el cabello y los ojos corrían por parte de Carmella. El vestido claro destacaba el color de sus ojos, y el paso elegante eran años y años de estar al pendiente de sus caminares.

Cuando terminó de bajar la escalera, Lucrecia sonrió al ver a su madre. Carmella se le acercó y le ofreció, la mejilla, que su hija beso disciplinentemente.
-Madre, quiero salir al parque.
Carmella negó con la cabeza
-Tu padre quiere verte. Pero está en la fábrica, así que tendrás oportunidad de caminar.-Carmella empezó a caminar hacia el estudio, ignorando el evidente
mohín de disgusto en la joven-Apúrate, que te quiero de regreso pronto. Tenemos que organizar todo para tu presentación en sociedad hoy en la noche.
Cuando oyó a su hija salir de la casa, Carmella se asomó por la ventana para ver a su hija recorrer el camino que la llevaba a la fábrica. Su mirada reflejaba la mezcla de orgullo maternal y una tristeza ya antigua. Sacudió la cabeza, y llamo al mayordomo. Aún quedaban muchas cosas por hacer.






Los obreros de al servicio de los Grimaldi dejaban lo que estaban haciendo, y se descubrían, mostrando su respeto a la heredera de la casa. Lucrecia, bajo su sombrilla, sonreía complacida, y manteniendo el paso, le urgía a no dejar sus labores:
-Sigan trabajando, sigan. Mi padre se enojará si se detienen.
Y les sonreía, mientras se alejaba, coqueta bajo su sombrilla esmeralda.
Mas de uno no podía separar sus ojos de ella.
Lucrecia entró a la fábrica. El capataz, cuyas facciones y musculatura mostraban su sangre mestiza, proveniente de las tribus de los orcos del norte, la miró sorprendido.
-¿Donde está mi padre, capataz?
-Ah.-el semiorco señalo al interior de la fábrica.
-Lléveme con el, ahora.
Sacudiéndose la sorpresa, el capataz asintió. Su mano se dirigió a la campana de bronze que colgaba en la entrada.
-¿Que va a hacer usted?-Le espetó la joven.
-Errr...Voy a ordenar que se detengan.
-No, no. Déjelos trabajar. No quiero que paren porque estoy aquí.-Ella le miró un par de segundos. El mestizo asintió, para enseguida tomar uno de los delantales de cuero colgados de las paredes, y hacer el gesto de depositarlo en las manos de ella.
-No me voy a poner eso.-Dijo mientras sacudía la cabeza enfaticamente.
Los ojos obscuros de el semiorco la contemplaron fijamente, mientras la manaza enguantada sostenía el delantal.
Con un gesto de disgusto Lucrecia le entregó la sombrilla al capataz, y tomó el delantal. Al terminar de ponérselo, unos googles enormes de metal y vidrio pendían enfrente de sus ojos verdes.
Ella miró al semiorco un par de segundos, y el gesto impasible del capataz solo fue acompañado por un encogerse de hombros de parte del mismo, mientras seguía sosteniendo los goggles frente a la cara de ella.
La pelirroja levanto las manos en un gesto de deseperación, y tomando el manchado artefacto, se lo colocó sobre la cara. El se acercó por su espalda, y sin avisarle, le ajusto las cintas de cuero que sujetaban los googles a la cabeza de Lucrecia, de una forma no muy delicada.
Cuando ella sintió que el capataz había terminado de ajustarle el artilugio, volteo para tratar de fulminarlo con la mirada. La enorme espalda del obrero fue en lo que ella clavo los ojos, pues el caminaba en dirección una gran puerta de metal negro. Una de sus enormes manos enguantadas sujeto la manija, y girándola, se oyó donde los cerrojos soltaron la puerta. Acto seguido, el mestizo abrió la puerta que conducía a los hornos
.

Lucrecia nunca había venido aquí en plena jornada de trabajo.La gran sala de la fábrica, con bocas de hornos aquí y allá, estaba llena de movimineto. Grandes cubetas de metal giraban colgadas de cadenas que pendían del techo, avanzando lentamente mientras tres obreros daban vueltas al engranaje que movía todo el aparato. El intenso calor, el olor peculiar del vidrio caliente, mezclado con los humores de los vivos, le hizo pensar a Lucrecia en lo útil que eran los delantales.Empezó a caminar, buscando a su padre.
Aquí, un obrero sujetaba un tubo, donde una burbuja brillante era inflada, y la amasaban con unas pinzas de metal, dandole forma a una botella de largo cuello.. Allá, otro dejaba caer gotas de vidrio fundido sobre una plancha del mismo material, y iba formando un patrón de brillantes colores al irse enfriando. El pequeño artesano levanto la mirada, y sus ojos se miraron enormes, detrás de los grandes googles de metal. Miró un par de segundos a la joven del vestido verde, y esta lo instó con gestos a continuar con su labor. El mediano sacudió la cabeza, y levantado otra vez sus herramientas, continuó su trabajo.


Lucrecia seguía caminando por el taller. Pero entre el calor, los incómodos goggles y el andar evitando los montones de cenizas y basura del piso, ya empezaba a hartarse. Y estaba pensando en regresar a mansión familiar y esperar a su padre sentadita en la sala de su casa, tomándose una limonada, cuando un crujido la saco de sus pensamientos.Se hizo el silencio en el taller, y ella levantó la mirada.

Una de las cubetas colgantes había perdido un perno. Su borde suelto ya derramaba vidrio ardiente en el piso. Ella dio un par de pasos para atrás, chocando contra el el pecho del mestizo. Ella trato de mirarlo, mientras el intentaba abrazarla, tratando de protegerla de la lluvia de vidrio que iba a caer sobre ambos.
Ella giró sobre sus talones y empujo al semiorco con toda la fuerza que le daba la desesperación, como si quisiera alejarlos del infierno líquido. Y oyó el grito de su padre, lleno de pavor:
-¡Lucrecia!
En ese momento todo fue muy rápido. Sintio el calor, y por un momento espero sentir su espalda arder al contacto con el vidrio ardiendo.Y sus pies se separaron del suelo, y el vapor lleno el taller.

Un gemido, un gruñido casi animal resonó en el cuarto, y Lucrecia seguía sin entender porque seguía viva.
Y se empezaron a oír los gritos:
-¡Vidrio al piso!
-¡Agua, rápido! ¡Cubetas!
-¡Allí esta Garón! ¡Mas agua!

Los vapores llenaban sus ojos de lágrimas y no la dejaban respirar. En ese momento la voz de su padre e abrió paso entre todas.
-Por mi Pacto, que el Viento obedezca mi mando. ¡Aleja esta inmundicia!
Un viento obscuro corto las nubes de vapor, y allí, de pie, entre el vidrio estaba el capataz. En lo alto sostenía a la joven pelirroja.
-¡Mas Agua! ¡MUEVANSE!
Cubetas y cubetas de agua levantaron nubes de vapor, enfriando el vidrio, que crujía. Dos obreros se arriesgaron, acercándose al mestizo. Garón lentamente, con manos temblorosas, depositó a Lucrecia en los brazos del par de peones. Y luego, lentamente, separó los pies del piso.
Y Lucrecia solo vio donde empezó a derrumbarse sobre si mismo, y donde los demás se arremolinaban a su alrededor, sosteníendolo.

A ella la fueron a sentar en una silla en el cuarto que era la entrada a los hornos. Después de asegurarles que estaba bien, envió a los dos obreros con un mensaje:
-Diganlé a mi mamá que hubo un accidente. Que mi padre está bien, pero uno de los obreros fue quemado. Que envié por un curador lo mas rápido que pueda.

Apenas habían salido los mensajeros por la puerta, cuando del cuarto de hornos salieron otros cargando al capataz. Demasiado grande para una camilla, algunos había quitado una puerta y la usaban para moverlo.
Donde iba pasando, los ojos obscuros del semiorco se fijaron en ella.
-¿Esta usted bien, señorita?
-Si, si. -A Lucrecia le era evidente que el sufría-Gracias, señor capataz. Estoy bien.-Ella tomo su enorme mano enguantada y la sostuvo un par de segundos entre las suyas. Uno de los obreros mas viejos se aclaro la garganta:
-Ahem. Ya nos lo llevamos, señito.-Ella soltó la mano del herido, y los seis hombres salieron con su carga.

La voz de su padre la saco de sus pensamientos:

-¿Y tu que demonios estabas haciendo aquí, niña?





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